El grito de Trotsky

Mi colega y amigo mexicano José Ramón Garmabella dedicó mucho tiempo a investigar la vida del militar español Ramón Mercader del Río Hernández, nacido en Barcelona el 7 de febrero 1914, miembro del Partido Socialista Unificado de Barcelona (PSUC), quien asesinó al dirigente político ruso León Trotsky cuando éste estaba refugiado en México. Pero no fue sino hasta agosto de 1953 cuando se supo la verdadera identidad de quien entonces se hacía llamar Jacques Monard y decía ser un ciudadano belga con ideología trotskysta y que mató Trotsky porque estaba decepcionado de él. Y después de haber cumplido su condena en la siniestra penitenciaría conocida como ?el palacio de Lecumberri? (hoy convertida en museo), en el Distrito Federal, fue deportado a la URSS, donde vivió por un tiempo y fue declarado héroe de la Unión Soviética. Pero viajó primero a Checoslovaquia y después a Cuba y la última vez que se le vio con vida fue en La Habana el 19 de octubre 1978. Garmabella escribió un artículo sobre este misterioso personaje que fue publicado el 8 de abril del año pasado, titulado El grito de Trotsky en el que relata cómo fue su final. Hoy lo comparto con ustedes porque creo que es interesante lectura dominical. Espero que así les parecerá.
Ramón Mercader había peleado en la guerra civil española entre el gobierno republicano y la insurrección fascista que encabezó el general Francisco Franco y cuando cayeron los republicanos y el ?generalísimo? Franco se apoderó del poder, ingresó a la Policía Secreta estalinista que entonces se identificaba con las siglas NKVD y después se transformó en KGB. Con la misión de matar a Trotsky, porque sus actividades disgustaban a Stalin, se infiltró en los círculos trotskistas de París, donde éste vivíó hasta que, por gestiones del pintor y muralista Diego Rivera (1886-1957), cuyo nombre completo era Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, y fue uno de los fundadores del Partido Comunista mexicano, el presidente Lázaro Cárdenas otorgó asilo político en México a Trotsky.
Mercader llegó a México en 1939, con el nombre falso de Frank Jackson y la tarde del 20 de agosto de 1940 mató a Trotsky con un golpe en la cabeza con la punta de un piolín (especie de piocha pequeña) mientras el dirigente político ruso escribía en su estudio en la casa de Coyoacán a la que se trasladó para alejarse de la seducción que le producía la pintora Frida Kahlo (1907-1954), cuyo nombre de pila era Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderon, con quien sostuvo una apasionada relación amorosa a pesar de que era la esposa de su anfitrión y correligionario Diego Rivera.
Mercader apareció muchas veces en la nota roja mundial, con apariciones intermitentes durante tres décadas. Sin embargo, tuvo que pasar más de medio siglo para se llenaran los agujeros negros de su vida. En 1960 salió de la cárcel y fue deportado a la URSS, donde vivió con el nombre de Ramón Pavlovich López, y en 1961 fue condecorado como ?Héroe de la Unión Soviética?.
Cuando salió de la cárcel al cumplir su sentencia y fue expulsado de México, al viajar con rumbo a Cuba creía que Fidel Castro le iba a recibir como un héroe y colmarlo de homenajes, y es casi seguro que durante su trayecto a La Habana, por su mente pasaron como en una película los últimos veintidós años de su vida. Una película que debió principiar cuando Caridad le buscó para persuadirlo de participar en el plan inicial para asesinar a Trotsky por órdenes del sanguinario dictador José Stalin, cuyo nombre era Jósif Vissariónovich Dzhugashvili, nacido en Georgia (Rusia) el 21 de diciembre de 1879 y murió el 5 de marzo de 1953, cuyos seudónimos, después de la Conferencia bolchevique de Finlandia, fueron David, Nijeradzí, Chijikov e Ivanovich. Sus padres fueron el siervo Vissarion Dzhugashvili, un artesano zapatero analfabeto y sumamente pobre, hijo de esclavos, y una sirvienta hija de siervos de nombre Ekaterina Galadze, quien en 1937 murió en la mayor soledad y su hijo no asistió a su funeral.
En cualquier caso, el final de la película fue el mismo: el último día que Mercader pasó en la cárcel, tan sólo quedaban, como fantasmas que no podía ahuyentar, los 19 años, 9 meses y 6 días que vivió en las cárceles de Lecumberri y Santa Martha Acatitla. Los únicos fantasmas que a partir de su liberación, el 6 de mayo de 1960, desaparecerían para siempre de su vida serían los de Frank Jackson o Jacques Mornard, un supuesto trotskista desilusionado que asesinó a Trotsky por órdenes de Stalin.
Antes de salir de la cárcel, Mercader creyó que en La Habana se hospedaría en el Hotel Nacional, pero no llegó a hacerlo porque no se hospedó en ningún hotel. Ni siquiera pudo caminar por el malecón o las calles de La Habana vieja, porque tan pronto aterrizó el avión, el funcionario ruso que le acompañó en el viaje lo entregó a elementos del ministerio del Interior cubano que subieron por él. fue bajado del avión antes de que desembarcara el resto de los pasajeros y escoltado a un automóvil negro con vidrios polarizados que le esperaba al pie de la escalerilla con el motor encendido y a toda velocidad fue llevado al muelle, donde le esperaba un carguero soviético. Inmediatamente se cambió el traje café a rayas que vestía cuando salió de México por un uniforme de la marina mercante soviética. No salió del camarote hasta que el barco zarpó el día siguiente.
Mientras tanto los teletipos de las agencias noticiosas repiquetearon constantemente en las redacciones de los periódicos informando de la salida de la cárcel y de México del misterioso asesino de Trotsky. Las variadas versiones sobre su paradero se multiplicaron. El mutismo del gobierno de Fidel Castro contribuyó a las conjeturas. No faltaron periodistas que, llevados por el sensacionalismo y el rechazo que sentían por la revolución cubana, escribieron que para garantizar su silenci que Mercader había sido eliminado el mismo día que aterrizó en La Habana.
Las reacciones fueron distintas en México, sin embargo. El prisionero José Isabel Hernández Terán, por ejemplo, no sólo se lamentó de que con su partida jamás volvería a verlo sino que le deseaba la felicidad en el país en el que fijara su residencia. Hernández Terán había caído en la Penitenciaría de Lecumberri cuando estaba preso el asesino de Trotsky. Y Mercader no sólo le enseñó el oficio de electricista sino que cuando obtuvo la libertad, cinco años más tarde, le proporcionó los medios necesarios para instalar un taller para reparaciones eléctricas. Garmabella lo localizó años después en el negocio que tenía y le dijo textualmente, al pie de un altar que tenía oculto y cubierto por una cortinilla detrás del mostrador donde, en plano ligeramente inferior, entre las imágenes de Cristo y de la Virgen de Guadalupe, estaba una fotografía enmarcada de Mercader recortada de una revista: ?Yo no sé si su nombre es el que usted dice. Para mí siempre fue Jack, que era así como le gustaba que lo llamáramos. Yo no sé quién era ese señor Trotsky al que dicen que mató ni mucho menos las razones que tuvo para hacerlo. Los hombres caemos muchas veces en el delito por causas que sólo nosotros sabemos. Lo único que puedo decir de él, aparte que sabía un chingo de cosas, es que hizo de mí un hombre de bien. No lo volví a ver desde que salí de la cárcel en 1955. Dicen que cuando salió de México se fue a vivir al país donde nació, pero a saber. Si vive todavía, deseo que sea muy feliz. Se lo merece.?
Natalia Sedova, la viuda de Trotsky, sin embargo, le auguraba un futuro muy distinto. Al día siguiente que salió de México el hombre que veinte años antes la había convertido en viuda, declaró a la prensa: ?Ramón Mercader ha ido en busca de su premio por haber asesinado a Trotsky. La recompensa probablemente será su propia muerte?.
Héroe de la Unión Soviética
Mercader desembarcó en Riga luego de haber sido el único pasajero en el barco. Su hermano, Luis, enterado de su liberación y salida de México, acudió a recibirlo. No le fue fácil reconocer al hermano por parte de madre cuya imagen juvenil conservaba en la memoria de ese hombre prematuramente envejecido, aunque solamente tenía 47 años. El Ramón que tenía enfrente con el abdomen abultado, cabello muy corto, casi cubierto por completo de canas, lentes con armazón de carey y de andar parsimonioso, no se parecía al Ramón delgado y bien plantado que, veintisiete años atrás, le había enseñado a andar en bicicleta en Barcelona.
El asesino de Trotsky pudo al fin conocer la Unión Soviética. Al día siguiente de su llegada a Moscú fue trasladado a donde se le instaló provisionalmente, un departamento en un edificio destinado a albergar a funcionarios de otros gobiernos socialistas que estaban de visita. No las tenía todas consigo. Sabía que a partir de 1953 muchos de los hombres cercanos a Stalin, comenzando por Beria, habían sido ?purgados? o encarcelados. La esperanza que tenía era pensar que de algo podría servirle el hermético silencio que conservó durante largos veinte años.
La primera aparición pública que hizo fue para reunirse para comer en el restaurante del Hotel Nacional de Moscú con Pavel Sudoplatov, director de asuntos internacionales en la antigua NKVD, ya convertida en el Comité de Seguridad del Estado (KGB), quien le hizo saber que Nahum Nikolaievich Eitingon también había sido liberado después de permanecer siete años en la cárcel bajo el cargo de haber sido cómplice de Lavrenti Beria. La noticia debió causarle sobresalto a Mercader, al grado de preguntarse si el futuro que le esperaba no sería la cárcel nuevamente.
Tres días después de su llegada a Moscú, Mercader recibió el nombramiento de coronel retirado de la KGB con derecho a la pensión mensual correspondiente. Fue hasta 1960 cuando el hombre que mató a Trotsky ingresó formalmente al Servicio de Inteligencia soviético como oficial retirado y, en consecuencia, alejado de toda actividad. La incorporación honoraria y la pensión vitalicia fueron acompañadas de una nueva identidad. Ya no sería Frank Jackson, ni Jacques Mornard. Ni siquiera Ramón Mercader. A partir de ese día el comandante en la guerra civil española, Jaime Ramón Mercader del Río, antiguo militante del Partido Socialista Unificado de Catalunya, sería oficialmente el ciudadano hispano-soviético Ramón Pavlovich López y bajo su nueva identidad recibió la Orden de Lenin y la de Héroe de la Unión Soviética. Fue el segundo español que se hizo merecedor a las máximas preseas soviéticas y el primero en recibirlas con vida. La ceremonia fue celebrada en el recinto principal del Soviet Supremo. Leonid Breznev, entonces jefe del Consejo de Ministros, fue el encargado de condecorarlo después alabar los ?méritos? del homenajeado que lo habían hecho acreedor a los reconocimientos. Quien cuatro años más tarde sería el sucesor de Nikita Kruschev, como primer ministro, concluyó el acto entregándole a Ramón Pavlovich López una carpeta de piel conteniendo el diploma alusivo antes de despedirlo con un cordial apretón de manos, un abrazo y dos beos en las mejillas. Antes que él, en 1943, el hijo de La Pasionaria, el teniente del Ejército Rojo Rubén Ruiz Ibárruri, quien murió un año antes en el frente de Stalingrado, fue objeto de los mismos reconocimientos con la diferencia de que las medallas fueron entregadas a su madre.
Ésa fue, al final de cuentas, la recompensa de Mercader por no no haber dicho nunca la verdad, una historia distinta a la que ofreció durante veinte años. A pesar de los interrogatorios, golpes, insultos, exámenes psiquiátricos o los casi veinte mil días preso en la cárcel mexicana, jamás permitióque de de su garganta no salió el mínimo dato que permitiese barruntar el verdadero origen del golpe de piolín asestado en Coyoacán la tarde soleada del martes 20 de agosto de 1940.
Típica familia soviética
También en 1960, Caridad Mercader se desprendió de su departamento parisino en la calle Rennequin para viajar a Moscú y ver a los hijos que no había visto desde hacía muchos años. No era ya la mujer alta y decidida con porte militar que desfiló vestida de miliciana por las calles del centro de la ciudad de México durante una manifestación de apoyo a la República Española en su lucha contra el fascismo franquista. Ahora era una anciana con algo menos de setenta años a cuestas, extremadamente delgada, y su mirada, antes penetrante y enérgica, se había convertido en serena. El tiempo, ciertamente, se encargó de transformar su aspecto físico. Pero no así su carácter. Cuando Caridad vio a sus hijos les dedicó una filípica sin esperar siquiera a que le dieran el abrazo. A Ramón se le vino el mundo encima por el abdomen abultado debido al exceso de grasa mientras que a Luis la regañada por llevar una camisa de colores chillantes. Al primero le ordenó sujetarse inmediatamente a régimen, y al segundo le preguntó irónicamente si no tenía un hijo que en vez de ingeniero fuese bailarín en alguna comparsa de carnaval. Los dos aguantaron en silencio la descarga mientras bajaban la cabeza y se veían disimuladamente entre sí. A pesar de los años transcurridos, Caridad Mercader continuaba siendo la representación cabal, en carne y hueso, del matriarcado español.
Tal como estaba previsto desde México, Roquelia Mendoza alcanzó a Mercader en Moscú una vez que le fue asignado en definitiva un departamento. Hizo escala en París, donde conoció a la familia política y encontrado que Caridad era una mujer con hábitos fuera de lo común y corriente. Uno de ellos, por ejemplo, era fumar un habano de gran tamaño. Cuando Roquelia le hizo saber su extrañeza, la matriarca de los Mercader le explicó que más allá del gusto personal, el consumo de un tabaco de ese tamaño le evitaba la distracción en sus tareas de tejido y pintura para no tener que interrumpirlas continuamente para encender cigarrillos.
Los primeros encuentros entre Roquelia y Caridad no fueron agradables. El carácter enérgico y dominante de las dos hizo que surgieran los enfrentamientos casi desde el primer saludo. Existía además la circunstancia de que Caridad hubiese preferido para su hijo a una mujer de características distintas a las de aquella mexicana de ojos verdes, bajita y suave hablar. Una mujer con más preparación política y mucho mejor si fuese española. Fueron Jorge y Montserrat, los otros hijos, y el yerno Charles Duduyt quienes mediaron en la tirante situación al recordar a Caridad todo cuanto en México había hecho Roquelia por Ramón. La normalidad entre suegra y nuera cuando Caridad se percató de lo bien avenido de la pareja acompañándola a una travesía por el Volga y después a una excursión en Leningrado. Mercader y Roquelia tuvieron en Moscú dos hijos, Arturo y Laura.
Roquelia trabajó en Radio España Independiente, leyendo el noticiero y narrando cuentos infantiles. De recuerdos imborrables, aquella pequeña estación que transmitía por onda corta hasta los Pirineos, fue en su momento vehículo eficaz en la lucha contra el franquismo una vez concluida la guerra civil española. A Radio España Independiente se le debió, entre otras cosas, que muchos españoles, sobre todo los que vivían en la frontera con Francia, pudieran escuchar la voz vibrante de La Pasionaria.
La mujer de Mercader viajó a México algunos inviernos por no haberse adaptado nuncaal al frío ruso. Los viajes, casi siempre acompañada de su hija Laura, tenían como propósito no sólo huir de las condiciones climáticas sino adquirir mercancía, implementos de baño y ropa principalmente, que después vendía a buen precio en Moscú a sus amistades. La venta de esos productos, unida a la actividad radiofónica, le permitieron a Roquelia, además de aumentar el presupuesto familiar, mejorar poco a poco el mobiliario del departamento.
Catorce años en Moscú.
El departamento de Sokol, a unos cuantos metros de la estación del Metro, en la zona norte, bastante alejado de la Plaza Roja, era tal vez más amplio que los de muchos otros multifamiliares, pero no más que el de cualquier obrero calificado. Las medallas sólo se las colgaba en casos necesarios, como asistir a algún acto oficial o acompañar a su esposa a las tiendas para evitar hacer cola. El automovil que tenía derecho a usar, en razón de las condecoraciones, se lo cedió a su hermano Luis. La pensión mensual resultaba escasa a pesar de ser ?héroe de la Unión Soviética?. Si Roquelia pudo viajar a México varias veces para huir del invierno ruso, fue gracias al ahorro de su salario como locutora en Radio España Independiente.
De trato afable, aunque algo taciturno, jamás pasaba por alto, ni siquiera en los días más fríos o por estar afectado de las vías respiratorias, el baño diario con agua helada y la rasurada a rastrillo. Lavaba personalmente su ropa interior, las camisas y los calcetines. Era de buen gusto en el vestir al grado de no usar nunca una prenda sucia o mal planchada y prefería tener poca ropa a condición de que fuera de la mejor calidad que pudiera encontrarse en Moscú. Lector asiduo de periódicos, no perdonaba la revisión cotidiana de Pravda.
Tenía derecho a viajar, siempre y cuando fuera sin rebasar las fronteras de la Unión Soviética, pero nunca viajó a otro país hasta 1974,. El carácter de jubilado le otorgaba la facilidad de permanecer el tiempo que quisiera en una cabaña de descanso en la zona de Krátova, a 42 kilómetros de Moscú. Sin embargo, la mayor parte del tiempo lo pasaba en el departamento de Sokol.
Su actividad era la traducción de libros, científicos principalmente, que ayudaba a completar el presupuesto familiar. Las traducciones eran individuales, o en colaboración con Elena Feerchstein, una judía soviética tan políglota como él. Sus salidas, además de las ocasionales a la datcha de Krátova para conseguir el periódico francés L?Humanité, eran para acompañar a su esposa a las tiendas. Iba por lo menos tres veces hasta el centro. Visitaba con frecuencia la Casa de España y asistía de vez en cuando al cine o al ballet, del cual era un profundo conocedor, lo mismo que de la ópera. No faltaba tampoco la caminata calle abajo acompañando de regreso hasta su departamento al general Leonid Eitingon cada vez que lo visitaba para conversar en francés sobre temas políticos de actualidad.
La cocina era otra de sus debilidades, además de la lectura y escuchar música. Seleccionaba personalmente los ingredientes y no toleraba presencia alguna cercana cuando estaba al frente del fogón. Su hermano Luis y Galina, la esposa, se sentaban regularmente a su mesa. También lo hacían Conchita Brufau y su marido, David Zlatopolski. Con Conchita, hacia quien sentía un afecto especial, hablaba casi todo el tiempo en catalán. Luis Balaguer, Manuel Alberdi y José Sandoval, españoles exiliados, junto con sus esposas, conocieron también sus habilidades culinarias. La única visita a Moscú de Jorge y Germaine Mercader le produjo una gran alegría; Jorge puso la sal y la pimienta en la reunión gracias a su carácter festivo y sentido del humor. Eduardo Ceniceros también viajó desde México para visitarlo. En las invitaciones para comer o cenar en el departamento de algún amigo, procuraba llevar siempre un par de botellas de vino, teniendo la delicadeza de escoger el que más agradara a su anfitrión.
En suma, la vida en Moscú para Ramón Pavlovich López no distaba gran cosa en relación a la de cualquiera que gozara también de cierto nivel en la sociedad soviética. La diferencia, quizá, la hacían los buenos modales aprendidos en Barcelona y jamás olvidados.
La casa de España
Entrar a la Casa de España significaba simple y sencillamente sumergirse en la historia. Al menos esa fue la impresión que Garmabella tuvo cuando viajó a Moscú en marzo de 1977 para entrevistar a La Pasionaria. Situada no lejos de la Plaza Roja, la que fuera sede del Partido Comunista de España, daba la sensación de encontrarse en Madrid durante los años de la República. No había más que asomarse al café y escuchar discutir a gritos las causas que originaron la huelga de los mineros asturianos en 1934 o sobre alguna batalla de la guerra española. La diferencia que hacía volver a la realidad y darse cuenta de que se estaba en el Moscú de 1977 y no en el Madrid republicano, aparte del agua pasada bajo el puente desde el día en que se proclamó la Segunda República Española, era que aquellos contertulios, atendidos por una camarera rusa que detestaba el humo de los cigarrillos, tenían pasaporte soviético, se hallaban, en su mayoría casados con soviéticas y sus hijos eran soviéticos. Muchos de ellos habían llegado cuando niños. Aun así no terminaban por considerarse totalmente soviéticos y sí, por el contrario, absolutamente españoles.
Según Garmabella, sus relatos a flor de piel, todos de honda raigambre humana, eran en verdad historias dolorosas, enternecedoras incluso y, al mismo tiempo, testimonios invaluables de toda una época. Uno francamente desgarrador fue el de Manolo, secretario de Elena Bernal, quien le confió frente a una taza de café haber perdido a sus padres en la guerra sin que jamás volviera a saber de ellos, para concluir diciendo que fueron fusilados por Franco. Otro, el de Sangüeza, responsable de la biblioteca, cuando le contó que había tenido la oportunidad de ir a México pero prefirió viajar desde Francia a la Unión Soviética con tal de continuar la lucha contra el fascismo. O ése más nostálgico y lleno de esperanza, contado por un asturiano cuyo nombre no pudo recordar, anciano ya, que después de afirmar que se acordaba todavía de sus vecinos en Campo de Caso y confesó su ilusión de volver a España aunque sólo fuese a morir.
La Casa de España era un monumento a la lucha contra el nazi-fascismo de Franco. En el corredor que conducía a la oficina donde una Elena Bernal diligente que procuraba tener siempre los papeles en orden, colgaban los retratos de Rubén Ruiz Ibárruri y otros españoles caídos en Stalingrado. Sobre todo, en cada rincón se hacía presente la figura, todavía imponente, a pesar de los ochenta y dos años a cuestas, de aquella vasca nacida en Gallarta en 1895, hija y nieta de mineros, que cuarenta años atrás se convirtió en símbolo de la libertad cuando advirtió a España y al mundo entero que en el combate contra los fascistas más valía morir de pie que vivir de rodillas. Esa mujer se llamaba Dolores Ibárruri Gómez, a quien llamaban La Pasionaria porque en 1917 publicó en el diario socialista de Vizcaya un artículo sobre la hipocresía religiosa en la semana de la Pasión de Cristo.
La Pasionaria no siempre se encontraba en la Casa de España. pero su nombre salía a relucir a propósito de cualquier cosa. Cuando una tarde cualquiera hacía su aparición vestida invariablemente de negro, con su pelo blanco, noble, acompañada por Irene Falcón, era un verdadero día de fiesta. Sus recuerdos los iba desgranando sin prisa ni pausa y nadie osaba interrumpirla ni por equivocación. Lo mismo refiriendo días de juventud entre anécdotas chispeantes y esa su risa cantarina que externando con la voz quebrada y a lágrima viva el dolor infinito nunca terminado por haber pedido a su Rubén. O si el monólogo tomaba el rumbo de algún episodio de la guerra y la consiguiente entronización de Franco en el poder, la voz dulce y modulada pasaba a convenirse en torrente que hacía revivir a La Pasionaria de 1936 mientras cada palabra era remarcada con el golpe de la palma de su mano derecha contra la mesa. Sus visitas daban tema de conversación por días y hasta semanas. El estribillo en la Casa de España, luego de cada visita suya, era proverbial: ?Como dijo Dolores la última vez que vino…?.
Mercader visitaba con frecuencia la Casa de España aunque algunos de los militantes lo veían con recelo y apenas si lo saludaban. El carácter reservado, por otra parte, le impedía entablar trato con cualquiera a quien no considerara de confianza absoluta. Tuvo amigos, sin embargo. Luis Balaguer, Manuel Alberdi, José Sandoval y Clemente Cimorra fueron los principales, aunque en el caso de Cimorra la amistad no fue tan cercana. La Pasionaria e Irene Falcón también le dispensaron afecto. Diríase, incluso, que las dos le tendieron su manto protector ante la maledicencia y los chismes que ocasionalmente corrían entre los exiliados españoles sobre los supuestos privilegios de los que gozaba el asesino de Trotsky de parte del gobierno soviético. La simpatía de Dolores Ibáruuuri por Ramón Mercader se explica a partir del hecho de que no era para ella desconocida la actuación que tuviera el entonces militante del Partido Socialista Unificado de Cataluña durante la defensa de Madrid, al grado de mencionarlo en sus memorias calificándolo como ?camarada heroico y abnegado?. A pesar del rechazo nunca disimulado que la misma Pasionaria sentía desde 1943 hacia Caridad Mercader cuando a la muerte de José Díaz, Caridad apoyó a Jesús Hernández, antiguo ministro de Educación en la República Española, en su lucha por desplazar a Dolores Ibárruri de la secretaría general del Partido Comunista de España.
En términos generales, el hombre que mató a Trotsky se sentía a sus anchas en la Casa de España. No era allí el ciudadano hispano-soviético Ramón Pavlovich López, sino el catalán Ramón Mercader, o simplemente Mercader. No sólo participaba frecuentemente en reuniones para intercambiar puntos de vista sobre la situación española, sino pocas veces dejó de asistir a las fiestas acompañado de la familia. Sus hijos, sobre todo Arturo, pertenecieron al cuadro artístico y aprendieron bailes regionales españoles. Después de todo, sólo era un camarada más y, en consecuencia, uno de los tantos españoles exiliados en la URSS. Dolores Ibárruri La Pasionaria Irene Falcón o Luis Balaguer, entre otros, así se lo hacían sentir. Pero un día de tantos se decidió a dejar atrás su medalla de Héroe de la URSS por haber asesinado en México a Leon Trotsky se fue primero a Checoslovaquia y después a Cuba, donde murió misteriosamente, sin que nadie supiese de qué.

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