En la Cofradía de los Viernes, compuesta por un selecto grupo de buenos amigos, inteligentes y simpáticos, que se reúnen en mi casa, platicamos ayer, entre otras cosas, de la apatía generalizada o indiferencia que se percibe en el ambiente nacional en vísperas de las ya muy próximas elecciones generales en las que habremos de elegir a quienes serán Presidente y Vicepresidente de la República durante los siguientes cuatro años, además de los alcaldes de los municipios del país y los diputados al Congreso de la República. Es muy probable que esta actitud tenga su origen en el sentimiento de frustración y decepción que nos han venido dejando, paulatinamente, uno tras otro, los sucesivos gobiernos que ha tenido nuestra patria per secula seculorum (perdonen el latinajo, pero el papa Benedicto XVI lo está poniendo de moda nuevamente con las misas en latín). Vale decir desde hace muchos, muchos, muchos años.
Ninguno de los anteriores gobiernos que ha tenido nuestro sufrido país ha dejado totalmente satisfechos a todos por igual. A pesar de que, en justicia, tendríamos que reconocer que más de alguno ha hecho encomiables esfuerzos por servir bien al país y satisfacer a la población. Pero otros eclipsaron lo que pudieron hacer de bueno cuando ha salido a luz la corrupción que les rodeó y lo mucho que se enriquecieron indebidamente, como en el caso del nefasto Alfonso Antonio Portillo Cabrera.
A pesar de todo, sin embargo, Guatemala ha venido cambiando paulatinamente desde que los militares entendieron que ya no debían continuar transmitiéndose el poder como si fuese hereditario, porque la población civil ya no les soportaba más tiempo y eran demasiado fuertes las presiones internacionales para que salieran y abrieran la puerta a un proceso democático.
Algún día, cuando pasen los apasionamientos que son causantes de tantas injusticias, se le deberá reconocer al general Óscar Humberto Mejía Víctores el trascendental hecho histórico de haber sido el último de los altos jefes militares que, aunque presidió un gobierno de facto desde que la Institución Armada se hartó de las insoportables prédicas moralistas dominicales, transmitidas por cadenas de radio y televisión, del dictatorial general Efraín Ríos Montt, quien se había hecho cargo del poder a raíz del golpe militar de unos jóvenes oficiales inmaduros contra el gobierno del general Fernando Romeo Lucas García, pero el 8 de agosto de 1983 fue destituido por sus conmilitones y mandado a predicar a su casa, y le sustituyó el ministro de la Defensa, general Mejía Víctores, quien propició que se hiciese una nueva Constitución Política y después elecciones libres que ganó el licenciado Marco Vinicio Cerezo Arévalo, candidato del partido Democracia Cristiana Guatemalteca, y de 1986 hasta 1990 fue el primer gobernante civil de esta nueva etapa democrática.
Guatemala no estaba acostumbrada a tener un gobierno civil y democrático, después de la larga sucesión de regímenes presididos por militares, y probablemente creyó que por el simple hecho de que el presidente era civil y con ideología democrática, se resolverían como por arte de magia todos los males que el país venía arrastrando desde tiempos inmemoriales. Principiando por la insoportable injusticia social imperante. Pero el pueblo se decepcionó pronto cuando descubrió que ?el compañero? Vinicio era un ser humano como cualquier otro, después de todo, un hombre joven con debilidades y defectos. Su comportamiento personal ?alegre, risueño, parrandero y enamorado- fue motivo de escándalo público, particularmente porque, siendo entonces un hombre casado con la licenciada Raquel Blandón, era sabido que era mujerero y nombró Secretaria de la Presidencia a su amante, también casada, quien fue calificada por la revista Crónica como ?la mujer más poderosa del país?. Pero cuando sea oportuno que se haga un balance ecuánime, se le tendrá que reconocer a Cerezo que, a pesar de sus deslices amorosos y ciertos actos de irresponsabilidad, también tuvo aciertos y méritos. El sólo hecho de haber abierto la brecha para los sucesivos gobiernos presididos por civiles libremente electos, sería más que suficiente.
Le sucedió el ingeniero Jorge Antonio Serrano Elías, candidato del partido Movimiento de Acción Solidaria (MAS), quien fue electo para gobernar el país durante el período comprendido del 14 de enero de 1991 al 14 de enero de 1995, pero a pesar de ser un hombre con un brillante currículo y muy inteligente, el poder se le subió a la cabeza y pretendió imitar al peruano Alberto Fujimori cuando clausuró los poderes Legislativo y Judicial porque, según él, sus presidentes eran corruptos que le exigían una tajada de su propia corrupción, y la sociedad civil salió a las calles a protestar con el decidido apoyo de los periódicos y demás medios de comunicación, los magistrados de la Corte de Constitucionalidad desempeñaron el papel digno que les correspondía y, finalmente, los militares le dijeron que tenía que renunciar y salir del país con sus maletas, una de ellas repleta de dólares. Aunque en realidad nunca presentó su renuncia, fue obligado a abordar el avión de su amigo el presidente salvadoreño Alfredo Cristiani que le condujo a San Salvador, y después voló a la ciudad de Panamá, donde está radicado. Fue triste y lamentable que un hombre brillante como él haya tratado de convertirse en dictador.
Para terminar el período que Serrano Elías dejó trunco, el Congreso de la República eligió al hasta entonces Procurador de los Derechos Humanos, licenciado Ramiro De León Carpio, quien presidió un gobierno menos que mediocre de junio de 1993 a 1996 y por sus constantes indecisiones mereció ser apodado ?huevos tibios?. A pesar de lo cual, violando la separación de poderes constitucionales, pretextó una discutible ?depuración? para intervenir en los otros dos poderes del Estado, el Legislativo y el Judicial y no tuvo empacho en traicionar a su amigo el presidente del Congreso, licenciado José (“Pepe”) Lobo Dubón y a los demás diputados que le habían elegido presidente, contra las consignas de los dirigentes de los partidos Democracia Cristiana y Unión del Centro Nacional, Alfonso Cabrera Hidalgo y Jorge Carpio Nicolle, respectivamente, que querían que fuese elegido el prestigiado licenciado Arturo Herbruger Asturias; y traicionó también a su amigo y compañero de estudios universitarios, licenciado Juan José Rodil Peralta, presidente del Organismo Judicial y Corte Suprema de Justicia.
Su sucesor fue Álvaro Enrique Arzú Irigoyen, fundador y por entonces máximo dirigente del Partido de Avanzada Nacional (PAN), quien gobernó el período del 14 de enero de 1996 al 14 de enero del 2000. Su gobierno fue positivo para el país, pero a los pocos días de haber asumido la Presidencia se produjo en los alrededores de la Antigua un trágico incidente en el cual murió un lechero a causa del excesivo celo de uno de los ayudantes del Estado Mayor Presidencial que creyó que iba a hacer un atentado al mandatario y desde entonces se granjeó la antipatía y animadversión de los medios de comunicación, en especial de los periódicos, por su forma de ser calificada como arrogante e intolerante, y se le criticaba constantemente por cualquier cosa. Pero en justicia fue un buen presidente, con una excepcional calidad personal, con una ?clase? que han tenido muy pocos de nuestros gobernantes. Durante su gestión recibió como era debido la segunda visita a Guatemala del papa Juan Pablo II, a diferencia de la primera visita que hizo durante el gobierno de facto del general Ríos Montt, un fanático evangélico de la iglesia Verbo. Cerró con broche de oro su gestión presidencial cuando, el 29 de diciembre de 1996, ante la presencia de varios jefes de Estado, el Secretario General de la ONU y otras personalidades del mundo, firmó el Acuerdo de Paz firme y duradera con los comandantes de las organizaciones guerrilleras denominadas Organización del Pueblo en Armas (ORPA), Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) y el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), que conformaban la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), lo cual puso punto final al conflicto armado que tuvo 36 años de duración. Sin embargo, su gestión se vió empañada por las duras críticas que recibió por la privatización de la empresa nacional de telecomunicaciones (GUATEL) y la Empresa Eléctrica de Guatemala, Sociedad Anónima (EGSSA) en negociaciones cuya transparencia ha sido sumamente discutida.
Le sucedió Alfonso Antonio Portillo Cabrera, candidato del Frente Republicano Guatemalteco (FRG), quien asumió la presidencia el 14 de enero del 2000 y la entregó a su sucesor el 13 de enero del 2004. A pesar de que es innegable que Portillo, apodado ?pollo ronco? es un hombre de gran inteligencia y extraordinaria astucia, con carisma y habilidad poco comunes, su gobierno de corte populista dejó una estela de corrupción tan grande que ha opacado lo bueno que hizo o, por lo menos, trató de hacer. Es indudable que su paso por el poder quedará registrado en la Historia nacional como nefasto.
A Portillo le sustituyó el licenciado Óscar Berger Perdomo, apodado ?el conejo? desde los tiempos de su niñez, cuando jugaba béisbol, fue candidato primero del PAN pero cuando tuvo que dejar este partido por sus torpezas políticas, fue postulado por la denominada ?Gran Alianza Nacional? (GANA) conformada por los partidos Patriota y Movimiento Reformador (MR), alianza que, por cierto, tuvo corta duración. A Berger lo ?inventó? en la vida política quien era su íntimo amigo y protector, Álvaro Arzú Irigoyen, porque cuando éste fue Alcalde Metropolitano por primera vez, le llevó con él en su equipo y cuando lanzó su candidatura presidencial le heredó la Municipalidad. Después le hizo candidato presidencial del PAN en 1999, pero perdió la elección que le ganó Portillo. La actual gestión presidencial de Berger, con su jesuítico vicepresidente Eduardo Stein, ha sido menos que mediocre. Durante su campaña electoral prometió a diestra y siniestra que todos ganaríamos. Y dijo la verdad en cuanto a que quienes votaron por él ganaron experiencia. Su comportamiento personal es aparentemente sencillo y bonachón, pero esa aparente sencillez encubre su evidente mediocridad. A pesar de ser graduado de abogado de la universidad Rafael Landívar, para lo cual una compañera de estudios (que hoy es diputada) le escribió la tesis para que después de muchos años pudiese graduarse, es una persona poco letrada. No acostumbra leer libros. La máxima obra de su gestión presidencial será la monumental nueva Terminal Aérea de Guatemala, que ha tenido un inmenso costo que indudablemente va a enriquecer aún más a varios de sus parientes y allegados. Pero gracias a Dios todo tiene que terminar algún día, y es motivo de regocijo que será sustituido el próximo 14 de enero por quien el pueblo elija en la primera vuelta electoral del 9 de septiembre o, en su defecto, en la segunda vuelta programada para el 4 de noviembre. Berger no cerró su gestión presidencial con “broche de oro”, sino con broche de indignidad al promover, por la desafortunada influencia de su vicepresidente Stein, la Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIG) de las Naciones Unidas, que es equivalente a un golpe de Estado o una intervención extranjera en lo que la Constitución señala como responsabilidad indelegable de organismos del Estado guatemalteco. Asimismo, es un público reconocimiento de la incapacidad de su gobierno para enfrentarse al tráfico de drogas, la delincuencia organizada y la creciente criminalidad común.
La verdad es que los guatemaltecos somos demasiado exigentes y muy difíciles de satisfacer. Pero la problemática nacional no es cosa fácil de resolver. Guatemala es un país en el cual son abismales las diferencias económicas, sociales y culturales que hay entre sus pobladores. Hay gentes multimillonarias por un lado y por el otro la mayoría de la población está en la pobreza o en la miseria. La tierra es fértil pero no está distribuida adecuadamente, y el dinero que producen sus cultivos enriquece a pocas personas porque los salarios que se pagan a los trabajadores del campo no son proporcionales. Y lo mismo sucede con los trabajadores de la ciudad. El contraste no anticipa nada bueno. No es preciso ser un sabio para darse cuenta de esto. Ni se tiene que ser un agitador marxista para opinar que ya es hora de que se aplique una política de justicia social en búsqueda del bien común. Más vale que lo entendamos pronto, antes de que se vuelva a producir un estallido social como el que sufrimos durante más de tres décadas y, lamentablemente, produjo tanto inútil derramamiento de sangre y tantas muertes estériles. Porque al final de cuentas lo único que se logró fue que los cuantos comandantes de la insurgencia se incorporaran ventajosamente a la vida política sin correr el riesgo de que las fuerzas de seguridad del Estado les mataran por su ideología. Lo cual hay que reconocer que es inteligente, justo y promisorio, porque quiere decir que ya se respeta la libertad de pensar como se quiera y de tener la ideología política que se prefiera. Algo es algo. Creo que vamos por buen camino. Hay que tener paciencia.